Me llena de nostalgia recordar el previo a estos tres años de Isabel, porque la fiesta y el goce para nosotros empezó 40 días después, cuando incrédulos pudimos cargar por primera vez a nuestra bebé y llevarla casa.
A eso de las 11 de la noche de un 21 de Octubre, estaba en una camilla del hospital, recibiendo como un golpe, la noticia de que interrumpirían mi embarazo. Llevaba algunos días en observación, entre medicamentos, inyecciones, suero, y cuchicheos de médicos y residentes, sin ver a mi esposo o a mi madre. No pare de llorar desde que comenzaron a prepararme para entrar a quirófano. Sentía una profunda angustia y gran desesperación, ¿sabían mis familiares que nacería mi bebé? ¿estaban de acuerdo? ¿lo habían autorizado? porque yo sentía que todo aquello estaba pasando en contra de mi voluntad.
Me llevaron a un cuarto para realizar un ultrasonido. Ni siquiera dijo nada el doctor. Como si dieran todo por perdido, no me explicaron nada, no me mostraron nada.
-No lloré señora, tenemos más que ofrecerle a su bebé afuera, es lo mejor en las condiciones que está.
Decía un médico.
-Las niñas tienen más posibilidades de sobrevivir, son muy fuertes.
Me repetía otra doctora.
Y yo, sentía que estaba viviendo el peor de los infiernos. Tanta ilusión, tanto esperar a esta bebé, tanto planear y todo se salía de control. Estaba programada para enero, ENERO caray, y todavía no finalizaba octubre.
Entre a quirófano con los ojos profundamente hinchados, sentía que apenas podía mantenerlos abiertos. Odiaba aquel quirófano, deseaba que interrumpieran todo, que un milagro ocurriera y pudiera regresar a casa y ponerme esa blusa de maternidad que me acababan de obsequiar y nunca use, que pudiéramos organizar el baby shower o por lo menos pudiera comprarle algo de ropa a mi bebé. A penas unos días atrás nos enterábamos que sería niña y no le habíamos comprado más que un pañalero. Nada más.
Comenzaron con el procedimiento. La brillante doctora decidió realizar un corte horizontal, aunque yo ya traía un corte vertical de la primera cesárea que tuve. -¡Maldita vieja!, fue lo que pensé, pero enseguida vino otro pensamiento: -si mi bebé sobrevive a esto, esa cicatriz habrá valido la pena.
Isabel nació un 22 de Octubre al rededor de la 1 de la mañana, pesando 1 kilo 250 gramos. Escuché un llanto frágil, apenas perceptible. Sonreí. La acercaron, mire sus preciosos ojos grandes, abiertos, como tratando de descubrir que pasaba a su alrededor. La acercaron para que le diera un beso y enseguida se la llevaron pues estaba teniendo dificultades para respirar.
A mí me llevaron a una sala de recuperación. Estaba cansada y soñolienta. Comenzaba a quedarme dormida. Tenía mucho frío. Cada que comenzaba a quedarme dormida, tenía pesadillas y despertaba de un salto, salto que me provocaba dolor en la reciente herida. Creo que fueron al menos tres veces las que desperté después de soñar que intentaba escapar de alguien, que me desmayaba y no recuerdo que otros sueños más. A pesar de todo, me sentía triste. Una enfermera se acercó a preguntar si me sentía bien, estaba muy pálida pero dijo que era normal.
Esperaba las primeras horas de la mañana para ver a mi bebé, pero fue hasta después de las cuatro de la tarde que me pasaron a un cuarto. No recuerdo si lloré al ver a mamá. Me sentía desmoralizada, tenía la cara inflamada y creo que olía muy mal, seguramente que sí. No podía ir a ver a mi bebé, no hasta que me quitaran el suero así que si mal no recuerdo, me reencontré con Isabel hasta el siguiente día.
Entré al área de terapia intensiva. Mis pechos escurrían de leche al igual que mis ojos de lágrimas al ver a Isabel. Ahora estaba entubada, llena de cables, tan pequeñita, tan delgada, un enorme hueco se le hacia en medio de su pecho, marcando sus costillitas. Lloré tanto mientras le pedía perdón por no haberla podido proteger, que una enfermera me saco de la sala de terapia intensiva con la advertencia de que sólo podría regresar hasta que estuviera tranquila, pues según ellos, los bebés prematuros necesitaban a sus papás fuertes.
Aprendí a no llorar mientras estaba en la sala de terapia, en medio de las luces moradas, y el sonido de los aparatos del hospital. También aprendí a bajarme el cubrebocas discretamente para llenar de besos a Isabel, discretamente pues según por el grado de su gravedad, estaban prohibidos los besos para no contagiarles alguna enfermedad. Estaba prohibido hablarles cerca pues según sus oídos delicados podían ser lastimados, y el roce de las manos era tosco para ellos. Pero yo que buscaba tanta información a diario, leía que la mejor terapia y medicina para un prematuro, era el contacto, piel con piel de sus padres. Así que cada que los enfermeros se descuidaban, yo le hablaba despacio al oído a mi bebé, le acariciaba su pequeña cabeza, su espalda, y le llenaba de besos sus suaves mejillitas. También aprendí a ignorar los pronósticos de los doctores, a ignorar que estaba muy grave y que en cualquier momento podía fallecer. Así tajantes las palabras, al principio lastimaban mi corazón. Aprendí a orar, y a creer que Dios escucha. Aprendí a aceptar su voluntad. Aprendí que a veces, la fe en verdad mueve montañas.
Y así unos días después Isa salía del área de terapia intensiva. Claro, tremendo susto nos llevamos ese día, cuando al llegar a la visita convencional, retuvieron a todos los papás que esperaban para entrar con sus bebés y únicamente llamaron a los papás de Isabel Victoria. Entramos a la sala, con un hueco en el estómago. Isa estaba lista para irse al área de prematuros así que ese día no tendría visita. Y aunque no pudimos verla más de dos minutos, salimos felices, con aires de esperanza, sabíamos que una vez del otro lado, todo sería cuestión de tiempo.
Mi corazón se dividía en la añoranza de tener a Isabel en casa, y entre Constanza que de pronto tenía que soportar la ausencia de sus padres, y la incertidumbre de lo que pasaba con su hermana. Mi chiquita linda, que hermana tan valiente fue.
Y así, después de 40 días, de sentir felicidad por los gramitos de peso ganados, y angustia por los gramitos de peso perdidos, de asustarnos por las transfusiones de sangre y de esperar y esperar, el milagro ocurrió. El milagro que tanto pedí en el hospital, ocurrió poco más de 40 días después, cuando no lo esperábamos pero nos dijeron que Isabel podía irse a casa.
¡Felices 3 años princesa guerrera, princesa valiente!
3 años de amor, locuras, ocurrencias, aprendizaje. 3 años de tenerte en mis brazos y saber que te amo profundamente. 3 años de verte crecer. Hoy todo son recuerdos que aveces prefiero omitir. Pero son parte de nuestro pasado, después de todo, estás aquí, sana y feliz.
Te amamos mucho pequeña Isabel. La vida es perfecta junto a ti y a tu hermana Constanza.
Deseo que nunca se apague esa sonrisa maravillosa que tienes, que siempre seas esa niña inquieta y exploradora, que nunca nadie te cambie y que siempre siempre seas muy feliz.
Si no te detuvieron todos los pronósticos malos que daban, si venciste todos los obstáculos siendo una bebé de apenas dos kilos, que nada te detenga, que nada te pare, que nada te aparte de tus objetivos sin importar si alguien te dice que no. Naciste para ser grande, de eso no tengo la menor duda.
Te amo hoy y siempre mi amor.